
Argentina fue tierra de bautismo. De catarsis, podría decirse.
Aquella primera tarde caminando por las mojadas avenidas bonaerenses conocieron mis miedos y mis prejuicios. Llovía con rudeza sobre la capital, tanto que las alcantarillas no eran capaces de contener las aguas. Corrían turbias, calle abajo, arrastrando todo lo que se encontraban. Se llevaron también mis temores y mis ideas estúpidas y pronto fui solo un ser humano. Vacío. Sin maldad. Solo esperanza e ilusión.
El viaje me llevó hasta el sur, hasta Ushuaia. Más abajo no se puede. Atrás quedaron El Chaltén, El Calafate, Comodoro Rivadavia y Neuquén. Fue precisamente en esa última, urbe nacida de las vías de un ferrocarril, donde mi pasado acabó por descarrilar.
Dormía plácidamente en la litera de un hostal cuando una pesadilla inquietó mi tranquilidad. Se había terminado la aventura: ya no estaba en América, sino de vuelta en Europa. ¿Se había acabado el tiempo? ¿Había abandonado? No lo sé, pero dormía en una apacible cama de una capital occidental. Y sufría… Lloraba… Sentía agonía y deseos de regresar a casa.
Cuando desperté y abrí los ojos, lo primero que vi fue el techo, a pocos centímetros de mi nariz. Acto seguido, escuché los ronquidos de alguno de mis vecinos. Sonreí de alivio. Estaba en el hogar. Un hogar llamado América.
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Fernando Castiñeiras.
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