
Yo que tú no cerraría los ojos.
Podrías dejar pasar un navío abandonado en los estrechos fiordos patagónicos, reducido por el óxido a anaranjados pedazos de hierro.
No saborearías la esencia de cubrirte de arena en cada kilómetro de la Carretera Austral, ni cada una de las migas de una «hallulla», ni el exquisito zumo de cebada producido entre decenas de lagos.
Perderías el apabullante fuego, el agua reconfortante, el petrificante hielo, la arena que te mece, el calor del sol. Los volcanes, los lagos, los glaciares, el desierto, el atardecer sobre el Pacífico.
No leerías un verso de Neruda ante los cerros de Valparaíso. Dejarías pasar la última mirada de Salvador Allende desde el balcón del Palacio de la Moneda. Se te escaparían las estrellas fugaces en la Serena.
Podrías tambalearte si la tierra tiembla. O si ingieres una bebida con nombre de seísmo. «¡Qué caña! ¡Cuático!», diría un chileno. Y no entenderías nada.
Yo que tú, no cerraría los ojos en Chile.
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Fernando Castiñeiras
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