
«Eso vale un Perú», rezó durante años la literatura barroca castellana. Frase más amada por los peninsulares de Europa que por los americanos, lo cual tiene mucho sentido. Y es que alude a la importancia que el país, concretamente el Virreinato de Perú, suponía para las arcas coloniales. Surcaban el océano los barcos cargados de oro y plata, arruinando las tierras expoliadas por Colón y compañía. Con el paso de los años esta expresión fue sustituida por «Vale un Potosí», al ser descubierta una copiosa mina en esa ciudad Boliviana.
Como en la mayoría de las tierras después liberadas por Simón Bolívar, poco queda hoy de esa abundancia de caudal. Los vestigios de aquella opulencia se mantienen erguidos en las calles de Cusco, Arequipa o Lima. Con las columnas vertebrales un poco arqueadas y las barbas pintadas de blanco, como si fueran ancianos que se niegan a dejar de contemplar el azul del cielo, hoy garabateado por la tinta de los aviones que plasman su firma entre las nubes.
«Vale un Perú». Opulento, suntuoso, rico, majestuoso. Perú sigue exhalando exuberancia y fertilidad en el año 2020, pero lo hace en forma de atardeceres hipnotizantes y horizontes inspiradores. Lo hace desde las alturas del lago Titicaca, peinando las costas de Puno y abriendo paso hacia Arequipa. Lo hace con las pupilas azabache de un cóndor riéndose de esas diminutas figuras de la superficie, que les apuntan con máquinas que disparan luces amarillas. En forma de caminos zigzagueantes que avanzan hacia una ciudad sagrada, escondida durante siglos y hoy enésimo ejemplo de que las verdaderas aves rapaces no tienen alas, sino pasaportes y tarjetas de crédito. En forma del frío del sur y el calor del norte, la sequedad del desierto y la humedad del océano. Lo hace a bordo de un caballito de totora, embarcación que ya los mochica empleaban cuando quedaban más de mil años para que estas personas fueran «descubiertas». «Descubiertas»… ¿Y es que acaso un hombre puede descubrir el mar? ¿Puede inventar el fuego? «Descubiertas»…
«Vale un Perú». Una mina de oro para los sentidos. Como un paseo sobre la arena infinita del desierto que termina en el Pacífico. Azul puro como el cielo del verano, tatuado por esos bolígrafos con motor. Un día fueron lápices trazando líneas blancas en el mar. Una de ellas llegó hasta el interior del Perú y se convirtió en goma de borrar de todo lo bello que la naturaleza le había dado. «Vale un Perú».
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Fernando Castiñeiras
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