Regreso del río con el canasto lleno de pescado. Estoy segura de que Sulay se sentirá feliz cuando vea que hoy ha picado la manitoa que tanto le gusta. Además, llevo una llambina, dos bochiquicos, sardinas y una palometa. Ya estoy viendo las caras de impaciencia de los pequeños mientras Sulay asa los peces sobre las brasas. Sus bocas haciendo aguas y sus ojos con pupilas brillantes como la luna llena. Illariy decidirá pintar a todos sus hermanos para celebrar tan suculento banquete y Unay enloquecerá con la pequeña cerbatana que Sulay le ha regalado. No parará hasta ensartar alguna pequeña criatura que se empeñará en botar sobre el fuego. Será un gran líder del poblado cuando sea adulto, siempre tan preocupado por aportar algo para el grupo.

Hace un día precioso. Anoche cayó agua durante un par de horas y hoy la tierra ha amanecido reclamando atención. La Pachamama emana aroma a pureza y a vida. Lo inunda todo. Creo que es su forma de pedirnos que la atendamos, que escuchemos lo que tiene que decir. Es por eso que, junto a Illariy, me dirijo a la piedra sagrada para honrar a la Pachamama. Sobre la roca calentada por el sol colocamos un maparate, que he reservado exclusivamente para ella. Illariy vierte por encima la chicha y, a continuación, rogamos a la Madre Tierra que nos siga acompañando y protegiendo como ha hecho cada día. Agradecemos la larga vida y la salud de Hatun mama y Hatun tayta, la paz que reina en el poblado desde hace centenares de soles y la felicidad con la que, luna tras luna, crecen nuestros futuros líderes. Damos gracias por la fecundidad. Uno con energía mis manos para rogar por Unay y por Illariy: él tan responsable, tan atento a la seguridad de su hermana y la de los otros pequeños del poblado. Ella tan curiosa e inteligente. Solo precisó de un día recorriendo la ribera del río con Sulay para memorizar la localización y las propiedades de trece especies diferentes de árboles. “¡Trece!”, repite cada mañana mientras los enumera en bucle, no modificando nunca el orden de aparición. Illariy será una gran curandera del poblado, así como lo es su Hatun mama. Arrojo un poco más de chicha y pido por mí, por esta criatura que llevo en el vientre, para que siga creciendo sana y fuerte y caiga sobre la tierra con el mismo vigor que sus hermanos.

Miro a Illariy. Ella me observa con su carita de inocencia. Me sonríe. “Vamos a jugar, Mama”, dice. Agarro su diminuta mano y en su interior rozo una de las ramitas que siempre lleva consigo para adornar las caras de sus amigas. Giro la cabeza una vez más, dirigiendo la mirada hacia el lugar donde ha quedado la ofrenda para la Pachamama. No arde con la intensidad habitual ni asciende el humo con tanta ligereza como lo hace normalmente. Me estremezco pensando que la Madre Tierra nos quiere decir algo y yo, por mucho que busco indicios a mi alrededor, solo veo la paz y la belleza habitual. Illariy afloja su mano, se suelta de la mía y sale corriendo hacia su Tayta Sulay, que acaba de llegar al poblado y ya calienta las brasas. Sus rostros de felicidad me permiten dejar atrás esa inquietud.

Abrazo a Sulay y lo beso en la cara. Su mejilla está fría y seca, como cada vez que está preocupado. Una vida juntos me ha permitido leer sus estados de ánimo a través de su piel, de la intensidad de su respiración, del tiempo que deja pasar entre palabra y palabra. Intenta mantener la calma, no transmitir su ansiedad, disfrazar sus temores con sonrisas y conversaciones sobre el festejo culinario. Lo logra con todos menos conmigo. Cuando penetro en sus pupilas leo el mismo miedo que asciende hacia el cielo desde la roca donde arde la donación a la Pachamama.

Illariy se ha metido dentro de un saco. A su derecha, su inseparable Wayra introduce con dificultad sus piernas en otro. A veinte metros, al borde del camino que conduce al río, esperan los pequeños Shaya y Yaku, preparados para tomar el relevo. Han organizado varios equipos para las carreras, reconociéndolos por los colores de la pintura con la que se han pintado sus frentes. Unay hace la cuenta atrás: pisqa, tawa, kinsa, iskay, huk… Ninguna de las dos contrincantes espera la orden definitiva para iniciar la competición y arrancan una carrera a la desesperada. Sus gritos despiertan el interés del resto de los habitantes del poblado que, momentáneamente, abandonan sus quehaceres y dirigen sus miradas hacia la espontánea carrera. Hatun tayta aplaude con orgullo a su pequeña Illariy cuando esta se despoja del saco para entregárselo a su compañera Shaya. Llevan un par de metros de ventaja sobre sus rivales. El aroma a bochiquico a la brasa se entremezcla con los gritos de ánimo, que dan paso a una exclamación de sorpresa cuando Shaya tropieza, cae al suelo y es superada por Yaku en el momento en que estaba a punto de cruzar la meta. Hatun tayta se lleva las manos a la cabeza mientras Illariy recrimina algo a su compañera. Los hermanos Shaya y Yaku se abrazan y exaltan la larga vida a la Pachamama. Esa referencia devuelve a mi cabeza los pensamientos de preocupación.

Tras un par de carreras más con diferentes resultados, Unay agarra su cerbatana y se dispone a mostrar a los más mayores sus progresos en los últimos días. Toma el arma con seguridad y pone la vista en su objetivo, una guanábana situada sobre un tronco. Unay respira hondo y se dispone a disparar con firmeza. En el preciso instante que decida liberar el aire contenido en sus pulmones un estruendo lo interrumpe. Nos sorprende a todos. Proviene del río. Unay suelta la cerbatana y dirige su mirada hacia su Tayta. Yo también lo miro. La confusión en sus ojos exacerba mis miedos. Pasan pocos segundos hasta que veo aparecer las primeras figuras avanzando por el camino que viene del río. Visten prendas que semejan las vestiduras de los dioses, sus caras están cubiertas de pelo y algunos de ellos montan unas enormes bestias de cuatro patas y largas cabelleras. La explosión escuchada anteriormente procede de una especie de cerbatana que activan con sus propias manos. Uno de los gigantescos hombres hace salir fuego del interior de su arma y, como por arte de magia, inmediatamente Hatun tayta cae al suelo. Otro dirige su ira contra la cabaña donde duerme la familia de Yaku y Shaya. Los niños miran con pavor como su hogar desaparece entre las llamas.

Corro hacia Illariy, que llora desconsolada. Unay ha agarrado la cerbatana con ímpetu, intencionado a dirigirse hacia las bestias de las que nos intentaba avisar la Pachamama. Sulay lo contiene, agarrándolo por un brazo. Le pide que se reúna con nosotras y que nos guíe hasta la cabaña de Hatun mama, al fondo del poblado.

El olor del pescado recién cocinado se esfuma poco a poco, mezclado con el fuego y con un amargo olor a sangre y a castigo. Mientras corro hacia la choza, agarrando con torpeza las manos de Unay y de Illariy oigo un grito desgarrado de dolor. Los tres nos detenemos, congelados, inmóviles ante la certeza inequívoca de quien ha caído al suelo. Mantenemos la intensidad de nuestra fuga, sin darnos la vuelta para ver el cuerpo de mi amado Sulay, mi compañero, tayta de mis dos churis y del que llevo en mi vientre. Frente a mí tengo la roca sagrada, todavía con los restos del maparate escupiendo humo. Le pregunto a la Pachamama por qué. ¿Qué error hemos cometido? ¿Qué mal hemos hecho si siempre hemos vivido en paz y armonía aquí en el poblado? ¿Por qué nos ha enviado este castigo? Justo después la figura de una de esas bestias peludas de cuatro patas nos interrumpe el paso. “¿Por qué?”, grito. Las últimas palabras que escucho, ininteligibles, dicen algo así como “por sus Majestades”.

Después, Oscuridad y Silencio.

Fernando Castiñeiras.

Nombres de la cultura quechua:

Illariy significa “amanecer”, “resplandeciente”, “fulgurante”. Es un nombre unisex.

-Shava significa “erguida”, “que se mantiene en pie”

Sulay significa “esperar”, “aguardar”

Unay significa “anterior” “remoto”, “primigenio”

Yaku significa “agua”

Wayra significa “viento”, “veloz como el viento”