La vida real

La pregunta más habitual de los últimos días es la siguiente: ¿Preparado para regresar a la vida real?No acabo de entender con certeza el significado de la cuestión. Pero respondería enumerando algunas de las actividades realizadas últimamente:
Comportarse de nuevo como un niño. Aprender a hablar como debería hablar un padre. A escuchar como una madre.

Selva del Amazonas. Ecuador.

Saltar de la cama cada mañana impulsado por un muelle de vitalidad.

Bailar en el medio de un mercado de una ciudad monumental. Que el monumento pierda la atención frente a tu locura.

Estar loco. Loco de felicidad. Loco de vitalidad. 

Cali, Colombia.

Añorar el ayer. Desear el mañana. Sentir amor a primera vista por el hoy.

Sentir cada día las ganas de emprender nuevas cosas de cada 1 de enero.

Sentirse pequeño. Que el Mundo te trate como a un gigante.

Aprender. Compartir.

Quito. Ecuador.

No saber si es miércoles o sábado. Lunes o viernes. Recordar perfectamente qué hiciste el 24 de abril. El 25… El 26… El 27… 
Querer permanecer. Desear correr…

Ver la felicidad en sus ojos al decirle: “Déjalo todo y vamos a darle la vuelta al mapa».

Ver el mar. La montaña. Un glaciar. La selva. Un géiser. Un manglar. Una iguana abrazada a una paloma. Un niño abrazado a mi pierna, pidiéndome que me quede. Soy yo llorando por ese niño en el autobús.

Quito. Ecuador.

Escuchar mil canciones que me recuerdan a ti.

Pasar las horas hablando con un amigo de nuestro futuro viaje. No planificar nada. 

Volver a sentir las ganas de comerte el mundo de los veinteañeros. Ver cómo una persona de sesenta se lo devora.

Renacer al cruzar una carretera al borde del abismo durante toda la noche. Valorar un día más de vida.

Sentir que si murieras, ya todo habría valido la pena. 
Pero lo que viene, la vale mucho más.
Esto es la Vida Real. Mi Vida Real. 

Montañita, Ecuador.

El efecto Neuquén

Es una ciudad desconocida. Puede parecer que, ante tanto desplazamiento, se pierde la conciencia del lugar donde se está: … Lima, Chiclayo, Piura, Guayaquil, Montañita, Baños, Otavalo, Ipiales…

La Panamericana quema kilómetros y me abre las puertas de Colombia, a través de una frontera situada a ambas orillas de un río. Ese canal natural de agua que te dice que van a cambiar las palabras, que la comida será diferente… Ese lugar fronterizo  que la gente teme pero lo único humanamente preocupante que veo es a un grupo de haitianos cruzando confines para llegar a ese espejismo llamado “Sueño Americano». Muy diferente a mi vida. Muy diferente a mi sueño americano. 

Imposible pensar que es una ciudad más. Que en el futuro la confundiré con otras en las que estuve en esta parte del Viaje. Cali es más que la Capital Mundial de la Salsa. Cali late en sus mercados por las mañanas, se evapora en sus calurosas tardes, se condensa en sus plazas y clubes de baile por la noche.

Y en Cali sucede una de esas cosas que el Viajero nunca puede planear. Ojalá pudiera, porque todo sería tan fácil entonces. En realidad sé que no es así. La magia está en no poder planear, como a estar alturas ya nos ha quedado claro a todos.

Yo lo llamo “el efecto Neuquén», en honor a esa primera ciudad mal llamada “de paso» en mi borrosa ruta. Un hostel que, como en una ecuación perfecta, reúne todos los factores precisos para crear un producto irrepetible. Dicen que tiene que ser difícil vivir cambiando de ciudad cada dos o tres días. No saben lo fácil que es, cuando uno tiene la fortuna de encontrar una casa en muchas de las ciudades que visita. Una familia. En muchas otras no. Pero repito, eso es lo mágico. 
Setenta y dos horas en Colombia. Cuarenta y ocho en Cali. Cómo consiguen que me sienta en casa. 

 Cómo hacemos para que vuelva a estar corriendo por la calle como un niño, jugando a esos juegos que unieron nuestras infancias a dos lados de un océano. 

En Neuquén me quedé más que en muchas capitales que he visitado. Volvería allí todos los días, antes que visitar cualquier (otra) maravilla del mundo. Como a Rancagua. A Ushuaia. A Guayaquil. A esos sitios que quizás no eran meta y se convirtieron en el sentido del Viaje. Luego me marché porque… Bueno, porque yo me marcho siempre. Quiéreme como soy, porque soy así. 
Y ahora me marcho porque estoy cayéndome por el cuello de botella de mi reloj de arena. Me voy sabiendo que Cali, para el mundo, es la capital de la Salsa. Para mí, es una calle cuesta abajo, cuatro adultos corriendo y jugando como niños. Cuatro adultos vivos. 

Dentro o fuera. Tú decides.

Es uno de los conceptos más mencionados en las discusiones filosóficas modernas. Situaciones de la vida cotidiana que, por ser archiconocidas, se viven con tranquilidad y de forma natural. “Zona de confort», lo han bautizado. A mí, esta idea, me parece brillante y revolucionaria. 

Hablaba en Bariloche con mi amigo Tommy Christie hace algunos meses sobre este tema y nos preguntábamos “qué es lo que englobaríamos en esta Zona de confort»: La repetitiva cena con los amigos en el mismo restaurante… Ese paseo o esa carrera en ese parque que bordea ese río y cuando paso bajo ese árbol suena esa canción… La excursión de los domingos; la ciudad de verano… Hasta ahí parece clara la idea. 

Pero, ¿y esa actividad repetitiva en el trabajo, realizada un día tras otro con una similitud macabra, como si fuéramos máquinas fotocopiadoras? ¿Y el atasco matutino en la circunvalación? ¿O el amasijo asfixiante de personas en el autobús o en el subte camino del trabajo? ¿Una discusión con el jefe que se da lunes tras lunes y siempre termina con mi cabeza tratando de enfocar un punto en el suelo? ¿Esa estantería desordenada y llena de libros que ya nunca miramos ni mucho menos acariciamos con las yemas de los dedos? ¿La compra casi mecánica en el supermercado? ¿El mismo plato para cenar también esta noche?
No tan apetecible como la primera, esta enumeración que podría continuar hasta el aburrimiento, también pertenecería a nuestra tan amada “Zona de Confort». Cosas que, malas o buenas, nos hacen sentir a gusto, porque las dominamos, porque forman parte de nuestro ámbito familiar. 
Fuera de ese círculo todo es oscuro. Todo parece peligroso. ¿Un cambio de trabajo? Ni de broma, prefiero ser preso de mi contrato a tiempo indeterminado. ¿Una ruta alternativa al trabajo? ¿Y si me pierdo? 

¿Nuevos destinos de viaje? Dicen que ahí te roban en cuanto llegas a la estación. O te drogan en la discoteca. O te sodomizan ante un semáforo en rojo.

 ¿Decirle al jefe que mañana no voy a ir se ponga como se ponga? Prefiero decepcionar a mi novia. Mi amigo. Prefiero traicionar mis propios planes que antes eran inamovibles. 

¿Regalamos esos libros polvorientos para que otros se enriquezcan? Pero es que quizás los vuelva a leer en el futuro. O haga una biblioteca como la de esos eruditos que salen en las películas. 

¿Buscamos una receta y cocinamos juntos? ¿Vamos a esa calle llena de restaurantes que no hemos probado nunca? Mejor me quedo en casa y veo una película. Mañana madrugo. 
América ya la descubrieron una vez. Mejor dicho, la invadieron de forma atroz, exterminando una magnífica sociedad que nadie nunca jamás podrá emular. Así que no voy a dedicarme ahora a descubrir nada ni a aniquilar modos de vida ajenos. Más que nada porque todos son válidos, todos son correctos… Siempre que al protagonista de esa historia le haga feliz su trama. Cada uno busca su final feliz… Su desarrollo apasionante. Hay mil recetas de la tortilla, y todas son deliciosas. Millones son los caminos, y todos llevan a Roma, dicen. 
Yo, en el camino, he encontrado el mío, basado en buscar una tierra, cultivarla, cuidarla, ver cómo nacen los frutos, recolectarlos, saborearlos en su momento justo… Y partir en busca de un nuevo campo cultivable antes de que el fuego de la rutina lo arrase todo. 
¿Loco? ¿Inestable? ¿Inmaduro? ¿Soñador? ¿Romántico? ¿Inconformista? Posiblemente… Pero el estilo de vida nómada no es ni una creación mía ni de la sociedad moderna. Algunos le tenemos alergia a la “Zona de confort». La odiamos. Pánico. Fobia. Nos causa la más terrible de las enfermedades de la humanidad, nunca exterminada, de vacuna inexistente: la infelicidad. 
Disfrutamos de una cerveza solitaria en un bar al que quería ir y no dejé de ir porque mis amigos están viejos. Disfruto de una película el sábado por la noche tirado en mi sofá aunque aunque “hoy se sale» y si no lo hago estoy viejo.

Adoro abrazar a un amigo en mi última noche en una ciudad y romper a llorar, porque realmente me gustaría verlo todos los días de mi vida. Me encanta llegar a esa nueva ciudad y sentir frío interno cuando me rodean 30 grados. Mirar esa plaza que hoy no me dice nada e imaginar cuántos momentos felices viviré en ella. Entrar solo en ese restaurante y mirar alrededor, imaginando ya todas las personas que pronto se sentarán conmigo a esta mesa. 

Me considero un apasionado de marcharme de un lugar con dolor. Con pena. Pensando solo en regresar. Porque es sinónimo del éxito que fue mi paso por esa parte del mundo. 

La vida, mi vida, es demasiado corta para zonas de confort. Para, sabiendo la cantidad incontable de personas increíbles que hay en el mundo, pararme y resignarme a no conocerlas a todas. Pero es muy larga como para tener que decirte “adiós» definitivamente. Porque, escapando de ella constantemente y de forma casi enfermiza, descubrí que mi zona de confort puede ser también la jungla más apasionante que exista sobre este bellísimo globo terrestre. 

Un reencuentro mágico

Me preguntaba mi adoptiva madre boliviana: “¿Y usted cree en el destino?». No supe responderle aquel día, doña Sabina. Hoy, con esta historia que le voy a contar, creo que tendremos finalmente una respuesta:
Todo se remonta al pasado 29 de mayo. Con los ojos agotados y el espíritu roto, llegaba a mi segunda ciudad chilena. Quien me haya seguido sabrá rápidamente lo que había pasado un día antes, probablemente única jornada triste que he vivido en Sudamérica. 

Allí estaba, en Puerto Natales, esperando durante cuatro largos días para embarcarme en una larga singladura que me uniría a cuatro de las más especiales personas que he conocido. 

Pero regresamos a Puerto Natales. Un hostal hogareño regentado por una magnífica familia. Un viajero que en ese momento deseaba desaparecer del viaje. Entré en mi nueva habitación, con cuatro literas. Tiré mi mochila en una esquina y las vi. Me sonrieron desde sus dos camas, una arriba y otra abajo. Pensé que nadie lo habría conseguido aquel día, pero esas dos chicas llegadas de las cercanías de Mánchester, me sacaron una sonrisa. Me devolvieron rápidamente a mi Mundo, a mi Viaje, a la dimensión de la gente que no visita ninguna ciudad, sino que la vive.

Me levanté por la mañana y sus camas estabas vacías. Se habían ido, dejando una huella imborrable y, como muchas veces, ninguna vía de comunicación.

Han pasado más de tres meses. He llenado de puntos rojos el mapa sudamericano y me lo he grabado en la piel. Aproximadamente 9.158 kilómetros separan aquella ciudad de mi actual posición.
El destino quiso que hace unos días, en mi hogar caleño, mi amiga Lina me recomendara visitar la localidad de Guatapé a mi paso por Medellín.

Los mejores lugares visitados son aquellos de los que desconocía hasta su existencia. Alguien me habla de ellos y a las pocas horas me encuentro fascinado ante maravillas como ésta.

Paseaba esta mañana por tal fabuloso lugar cuando, de repente, alguien se acerca a mí. Esa cara me suena. Ya la he visto. Ese inglés con acento británico ya lo he escuchado. Pero dónde.

100 días después. Miles de kilómetros recorridos con rutas muy diversas. Aquí están de nuevo, las chicas que me sacaron una sonrisa aquella tarde. Que cierran un círculo. Que me demuestran que las despedidas son innecesarias, pues el destino nos reserva siempre un reencuentro.
Aquí estamos, así pues, esta noche. Tomando una cerveza en Medellín. Hablando de lo que hemos hecho. Descubro incluso que en su paso por Buenos Aires conocieron a mi querida Isabel, el ángel con el que empecé esta aventura. 

Parece que hemos encontrado a un viejo amigo de la infancia, siglos después, cambiado, más maduro. Las miro entusiasmado. Escucho boquiabierto sus historias, algunas tan diferentes. Otras tan similares. Somos, sin duda, de la misma especie. 

Tras 5 meses juntas, precisamente tras esta noche, sus vías se separan. Tiempo de cambio para todos. Una descubrió su lugar en Medellín. Otra seguirá buscándolo en otras tierras. Yo… Yo tengo mi propio camino con diferentes bifurcaciones que pronto tomaré.  Lo bueno es que ya no es necesario decirse “adiós».

El destino existía, querida señora Sabina. Existe.

Viajando en casa

Hace meses un suave ronquido en la habitación no me dejaba conciliar el sueño. El movimiento de mi vecino de litera dándose la vuelta me despertaba. Me revolvía toda la noche en un autobús tratando de encontrar una posición cómoda. Mirando cómo el chófer realizaba el enésimo adelantamiento suicida.

Bogotá, Colombia.

Han pasado las semanas y, no sé en qué momento, la carretera se ha convertido en mi casa. Los incómodos asientos sin cinturón de esos vehículos, son las sillitas donde concilio el sueño como un bebé. Y las constantes bruscas maniobras de los conductores, las manos que me mecen mientras recuerdo a las personas que tan feliz me han hecho.
Tras una velada en la penumbra, cruzando cientos de kilómetros, esos dormitorios comunes son habitaciones de lujo donde, quién sabe qué persona ha decidido el destino que me cambiará la vida.

Precisamente en este viaje de Medellín a Bogotá no logro pegar ojo. El aire acondicionado encendido nos transporta en un refrigerador con ruedas. Las constantes curvas de la ladera de la montaña agitan el autocar como una maraca. Pero me siento en mi hogar. Sonrío constantemente pensando en la persona que he conocido esta tarde, en el día increíble vivido ayer, en los planes de volver a ver a toda esa gente. No son parte de un pasado mejor, sino del estupendo día a día.
A veces tengo la suerte de volver a encontrarlos en sus hogares. Esa sensación es incomparable. La prueba de que la amistad no termina en la litera del hostal, en la puerta del terminal, en el asiento del autobús… Llego a una ciudad enorme, gigantesca, con tanto que contar y que me mostrar. 

Maira en Lima y El Calafate.

No me importa tanto el verlo todo. Visitarla como turista no me aporta nada. Me gusta sentirla como mía, tomar una cerveza en sus bares, hacer la compra en el supermercado, hablar con una señora en el metro, correr por sus calles con soltura por gusto o porque llego tarde. Pero lo mejor es volver a reunirse con un viejo amigo del Viaje. Han podido pasar días, semanas o meses. Hemos viajado juntos semanas, días u horas… Es indiferente: tanto tú como yo sentimos que es a un viejo amigo al que volvemos a ver. Recordamos lo vivido juntos… Nos reímos contando la multitud de cosas sucedidas en los últimos tiempos… Y vivimos tu ciudad.

Jocy y Héctor. Rancagua y Carretera Austral.

Apenas he visto nada de lo que sale en las guías de este lugar. Tengo, sin embargo, la sensación de haber vivido, por algunas horas, como un auténtico local. 

Fabio, en Bogotá y en Guayaquil.

Foto de familia

Viejo San Juan desde el avión.

Todo empezó aquí. En otro momento. En otro Viaje. Casi como si hubiera sido en otra Vida.Aquellos días me lanzaron el flechazo de América, que terminaría por atravesarme completamente durante estos últimos meses. Me marché de este lugar hace no tanto tiempo. Pero como digo, siento que era otra persona diferente quien sintió por primera vez el olor a calor húmedo de esta isla. El que vio la brillante lluvia cayendo en el corazón de una tarde soleada. Las luces de cuento de hadas del Viejo San Juan, que colorean las casitas en primera línea de historia. 

Pozo de las Mujeres. Manatí, Puerto Rico.

Me fui sin tristeza. Porque, como he confirmado a lo largo de este largo y apasionante Viaje, no caben los “adioses» para aquellos de los que no nos queremos despedir. Mucho menos, si se trata de tu Familia. No existen.

Luego llegué a Argentina. Crucé a Chile. Comencé el ascenso acariciando la cordillera de los Andes. Inspirando el oxigeno del Pacífico. Nunca hubo una meta. Pero si una voz, melódica y divertida, que me repetía: “Sube duro». 

Estuvieron cada día a mi lado. Compartiendo mis vivencias. Alegrándome y dándome energía con las suyas. A mi lado el 28 de mayo: antes, durante y, sobre todo, cuando más lo necesitaba, después. Esperándome al regreso de largos días sin comunicación: tras las frías noches en el desierto, las caminatas hacia Machu Picchu, la revolución de la selva… Para hacerme reír y hasta para curarme, si así fuera necesario.

Isla de Culebra, Puerto Rico.

La distancia no existe cuando Amistad se escribe con A mayúscula. Imaginémonos si se trata de la F de Familia. Siempre tuve claro que no había metas en el continente sudamericano, pero sí una penúltima parada obligatoria. Una estación en Casa. Y subí, subí, subí… Para tomar la única foto que no podía dejar de tomar en esta aventura. Una foto de Familia. 

Todavía no es hora de despertar.

“Son las 05.07 am de un día muy esperado. El cuerpo ha decidido rebelarse contra la necesidad de descansar antes de un viaje tan largo. Aún no ha sonado el despertador. Pero creo que hoy no hará falta».

Como si aquella mañana del 31 de marzo nunca me hubiera despertado. Como si hubiera sido un sueño. Igual de esos de los que te reías tanto en Ushuaia, mi querida Melisa. “He tenido de nuevo la pesadilla. Nada de esto estaba pasando. Estaba de nuevo en Europa», te decía durante cada desayuno. Y Kleiton me miraba entre divertido y sorprendido. 

Como si abriera los ojos a las cinco horas y siete minutos. Y me encontrara frente a mi inmaculada mochila verde, “Sophie», sin cicatrices ni historias que narrar. A punto de escribir que no puedo conciliar el sueño. Que hoy no voy a esperar a que suene el despertador. Y cuando suena de nuevo, ya está. Se acabó. Veloz como un sueño.

No me siento descarriado en las sensaciones. Fue un sueño. Aprendí a vivir soñando. O a soñar viviendo. Qué más da.

Me acosté en mi cama con cuatro ruedas y alguna que otra hélice, y dejé que me transportara por siete maravillosas e incomparables tierras mágicas. Morfeo me llevó de la mano por largas montañas. Me elevó hasta cráteres de volcanes. Me bañó en orillas paradisiacas. Me cubrió para protegerme en la selva. Me curó las heridas cuando me caí. Le pedí que me dejara las marcas para no cometer el error de olvidar este sueño. Y como en terreno onírico todo es posible, me rodeó de ángeles. Ángeles que me enseñaron todo lo que saben, que compartieron conmigo todo lo que tienen. Que nos hicieron creer que son más los Buenos que los malos. De nombres sencillos, sin ornamentos, pero maravillosos: Isabel… Gabriel… Cecilia… Héctor… Elsa… Jack… Bryan… Yesi… Ana… Maira… Fabio… Una lista que no termina…. Es tan fácil reír. Todos los días. A todas horas. Incluso cuando sufrí mucho, decidí no dejar de creer porque me auparon de nuevo al cielo con sus alas. Ellos no entienden de nubes negras. Las traspasan. No conocen muros. Los derriban.

Continué adelante en mi lecho móvil. Antes de quedarme dormido me advirtieron sobre mil peligros y trampas que protagonizarían esta pesadilla. Les resumo ahora, con cierto tono irónico por el que pido disculpas por anticipado, el “aterrador» resultado de mi viaje por este peligroso continente:

  • Número de kilómetros recorridos, por mar o tierra, sin contar rutas de senderismo o trayectos interurbanos: 21.190.
  • Número de accidentes de tráfico, caídas por barrancos, vehículos averiados o similares: 0.
  • Número de malandrines que me asaltaron en peligrosas ciudades para apoderarse de mis pertenencias, adueñándose de ella y quitándome la vida si me oponía: 0.
  • Número de mujeres que comenzaron a hablar conmigo en transportes públicos y se ganaron mi confianza para, a continuación, ofrecerme una bebida que contenía droga en su interior, y así dormirme y robarme hasta la ropa interior: 0 (por desgracia, porque es una experiencia que habría valido la pena vivir).
  • Número de secuestros sufridos en falsos taxis: 0.
  • Número de días de permanencia hospitalaria por intoxicación alimentaria debido a la “Venganza de Moctezuma» efectuada a través de vendedores ambulantes de comida: 0.
  • Número de enfermedades contraídas por transmisión de mosquitos o insectos varios: 0.
  • Número de perros callejeros que decidieron morderme y contagiarme la rabia que todos ellos padecen: 0. 
  • Número de robos a manos de carteristas expertos sufridos en estaciones o al interior de autobuses: 0.
  • Número de tiroteos observados en fronteras cometidos por traficantes: 0. 
  • Días en Latinoamérica: 177
  • Días que no fueron ni lunes, ni martes, ni miércoles… Que no pasaron a la espera de un mañana. Que recuerdo de forma individual y podré narrar en cada momento de lo que me resta con memoria: 177.

Como el 3 de septiembre de 2007, día en que me mudé a Italia y empecé a vivir soñando. El 1 de abril de 2016 tomé la sabia decisión de empezar a soñar viviendo. Desalojé de funcionarios las aduanas existentes entre esos dos mundos. Ahora no regreso. Me voy a una casa. Y abandono momentáneamente otra casa. Sigo viajando… Y no necesito pasaporte, porque Ustedes me han regalado una Visa para seguir viajando. Para continuar soñando.

Ahorita nos vemos.