Durmiendo en el cielo

Sucede que hay ciertos tramos que el viajero no puede realizar con conexiones comerciales. O quizás sí, pero quizás es mucho más atractivo hacerlo en jeep a través de un desierto ubicado en una planicie a más de cuatro kilómetros de altura, que ocupa centenares de kilómetros cuadrados y separa Chile y Bolivia.

Sucede que al final el viajero se encuentra pagando una suma importante, con la cual podría tirar adelante una semana. Y lo hace para jugar a sobrevivir en una edificación hecha de barro, con techos que amenazan con volarse cada vez que una de las constantes tormentas de arena impactan con un infernal estruendo contra los vidrios quebrados, y llenan los platos y vasos de arena. 

Una casa habitada por una maravillosa familia de personas de las cuales es imposible adivinar la edad. Con las cuales el viajero desearía hablar y enriquecerse, pero que no puede porque parecen desconocer su idioma. O porque quizás lo odian, por haber pagado para pasar la noche en su casa, a una temperatura media de -15 grados centígrados, y porque creen que se cree superior.

 Ojalá pudiera saber lo que se esconde tras esa mirada perdida, tras ese caminar lento con la cabeza baja mientras transporte una bandeja con tazas de té. En sus ojos no se lee más que distancia: nunca un ser humano pareció tan distante. 

Solo los niños se atreven a responder a una pregunta, a informarte de sus nombres. A demostrarte que cuando nacemos, todos somos iguales. Sucede que es un niño de 6 años el que se acerca a la estufa de leña para intentar ayudarte a encender la húmeda paja. Y lo hace con un bidón de gasolina.

  
Llega la noche. El momento más temido. Hemos pasado por lagunas de todos los colores: blancas, verdes, rojas… Esculturas de rocas volcánicas esculpidas por el viento… Hemos cruzado géiseres dejando atrás llamas y flamencos. Pero entre tanta fotografía de retrato solo nos importa una cosa: pasar la noche a -15 grados en el medio del desierto.

 Pobrecito niño europeo que se preocupó del frío cuando existen las mantas. Pero no pensó que vestir dos pares de calcetines, pantalones de gimnasia, pijama y montaña, dos camisetas, dos jerséis y un gorro de alpaca, y una chaqueta bajo siete mantas podría no ser suficiente para dormir. Porque a 4.800 metros de altitud duermes más alto que ningún punto de Europa. Ni siquiera el Mont Blanc roza ese punto.

Salar de Uyuni

Así, sucede que bajo tanta ropa, a tus pulmones no les llega el oxígeno. Que cada vez que te acercas a los brazos de Morfeo, el dolor de cabeza y cuello te recuerda lo que es el mal de altura. Sucede que dormir de costado no es una opción y beber agua no es suficiente para humedecer los deshidratados labios, la seca lengua. En algún momentos crees dormir y te acercas a los sueños. Pero una tormenta de arena impacta con las ventanas quebradas y el polvo de despierta y te presenta un nuevo dolor: el del gas que se acumula en el estómago y amenaza con salir expulsado con una explosión de géiser.

Sucede que llega el sol.

Pasó la noche. Una noche en el altiplano de Bolivia. Camino del más bello desierto de sal del mundo. No se arrepiente de nada el viajero, ni siquiera de pagar por sufrir.
Porque al final de todo comete la estupidez de ir a darle la mano uno a uno a los habitantes de la casa. A pedirles perdón por irrumpir en sus vidas alejadas de la civilización. A darles las gracias por compartir su suelo arenoso con ellos. Y de repente, le sonríen y detrás de esos ojos rasgados hasta ahora impenetrables, ve conexión, lee agradecimiento. Traduce una lengua sin palabras: una sonrisa no tiene idioma. Un abrazo no precisa de traducción. 

Un día entre los mineros de Potosí

Son las regiones que han tenido más relación con la metrópolis las que hoy en día más sufren la denominación de subdesarrolladas. Qué fácil es cortarle la cabeza a la gallina, en cuanto deja de dar huevos de oro. Casi un siglo antes de que Gonzalo Pizarro (hermano de Francisco) estableciera una corte en Sucre, los incas descubrieron a 150 kilómetros de distancia un cerro plagado de plata. Yendo los locales a observar tal brillante hallazgo, oyeron una voz que les habría prohibido tocar tan preciado material, por pertenecer a otros dueños.

Potosí

Ese estruendo posiblemente fue el sonido de un cercano volcán, pero fue asociado por ellos a un grito de la Pachamama (o la madre tierra, diosa a la que este pueblo aún hoy rinde culto). 

Explosión. O en lenguaje quechua, Potocsi.

Mi Viaje pasa hoy por Potosí, corazón y capital económica de las colonias durante los siglos XVI y XVII. Cuentan leyendas que la plata robada por los colonizadores, y extraída con la sangre de los locales, habría sido suficiente para tender un puente argentado entre los dos continentes.

Verdad o fantasía, lo cierto es que la plata se acabó, y los atroces tiranos se fueron a buscar minerales a otro lugar. Aquí dejaron una ciudad que aún hoy nuestra un hermoso y encantador centro colonial, con patios andaluces y casas coloreadas. 

Piénsese que en lo que hoy es Bolivia habitaban en el siglo XVIII el triple de personas que en lo que actualmente constituye Argentina.

Pero la realidad es que lo único que ha quedado aquí es pobreza y 10.000 personas que siguen escarbando cada día para sacar estaño del Cerro Rico.

Mineros entrando en Cerro Rico

 Antes de entrar en la mina, vamos a una tienda de explosivos. Los mineros dan la bienvenida a los visitantes pero aceptan de buen grado regalos: compramos dinamita, agua, hojas de coca y numerosas botellas de alcohol puro.

El ritmo de trabajo a las 9 de la mañana de este viernes de principios de julio es frenético. Corremos por la galería de entrada en la mina y cada 20 metros nos tenemos que echar a los costados. Los vagones transportados por parejas de mineros carecen de frenos. A su paso, lanzamos a sus pequeños trenes algunos de los regalos traídos. Ellos sonríen con sus dientes verdes y sus sobresalientes mejillas, llenas de coca. 

Una nueva carrera y sentimos la fatiga de traspasar la meta en un maratón. Nos hallamos en el interior de una montaña a más de 4000 metros de altitud. 

No se trata de una visita turística. Esto es una mina activa. Aquí han perdido la vida 8.000.000 de seres humanos. De hermanos, solo protegidos por una entidad, de la cual hoy depende nuestro destino: la Pachamama. 

Explosiones, derrumbamientos, escapes de gas.

Ascendemos por una cavidad. Nuestros pies arrastran tierra, arena, las manos se llenan de húmedo polvo gris, los ojos empiezan a picar y las cavidades nasales se llenan de olor a dinamita. 

Seguimos la marca dorada de una veta en la pared. Hace unos años la encontró Don Paoli y desde entonces se abre camino en busca de más minerales. Nos espera en lo alto de un túnel oscuro, al que ascendemos caminando sobre una tabla de madera, suspendida en un agujero de unos 3 metros. Pachamama. 

Don Paoli está feliz de vernos. Sirve un tapón de alcohol puro de las botellas que hemos traído y nos ofrece antes de beber él mismo. 

Lo acompaña su hijo de 17 años, que trabaja junto a él en la mina desde hace dos años. 

La situación ha mejorado desde que el Pitufo empezó a trabajar en la mina, en el año 1993. Así lo llaman por su estatura diminuta y porque, cuando toma, se pone azul. “Extraía un kilo de plata al día y me pagaban por ello 2 bolivianos” (1 euro son 8 bolivianos. Para quien diga que esto en este lugar del mundo puede ser mucho, debo recordarle que la broca con la que Don Paoli abre cavidades cuesta unos 1.000 bolivianos.
Se ríe sin parar. Su hijo lo escucha atento. Está feliz con nuestra presencia. «Tenemos dos piernas, dos manos, dos huevos los hombres»… Y se ríe… Por eso tenemos que beber dos litros. Pero antes de cada trago, derramamos un poco de alcohol sobre la tierra gris de la mina. La Pachamama.

Decisiones

Ir a un lado o al otro. ¿Continuar al norte o regresar al sur? ¿Virar hacia el este dirección Brasil o al oeste siguiendo las huellas andinas?

Difícil decisión, pero necesaria cuando el tiempo vuela. Curiosamente nunca la tomé…

Pero un jeep me transportó por desiertos de arena y sal hacia un mundo nuevo.

Uyuni

Admirado por la cultura de estas calles decidí subirme a un autobús. Avancé por carreteras asomadas al abismo, donde los ríos no llevan agua y las vendedoras ambulantes se cuelgan de las ventanillas, cargadas de galletas o de papel higiénico.

Entré en una ciudad arenosa y caótica, explotada durante siglos  por ridículos tiranos. Gris y marrón es su periferia. Tejados rojos y muros de arcilla. Coloreado es su casco histórico. Patios andaluces y palacios renacentistas.

Calles cuadriculadas y plazas espaciosas oxigenadas por hileras de árboles. No sabía si me hallaba en San Juan de Puerto Rico o en Sanlúcar de Barrameda. Las manos coloniales pasaron sin duda por aquí.

Cerro Rico

Pasaron las horas y los días. Muy pocos. Pero el amor no entiende de tiempo y me encontré profundamente loco por esta tierra.

Un humeante micro no alcanzó a intoxicarme antes de llegar a la próxima parada. Con los ojos lagrimeando por los gases del vehículo alcancé a ver las maravillas de la joya de la corona. La cuna de este país. El aula de sus estudiantes. El verano de nuestro invierno. 

Rodeado de palmeras y con olor primaveral no quise marcharme de Sucre.

Ciudad donde los universitarios celebran el inicio del curso con un macro carnaval. Donde un pequeño vendedor de 10 años te puede dar lecciones de vida. Donde en 24 horas puedes vivir 3 días.

Ya no había marcha atrás. Yo no decidí nada pero me encontré completamente satisfecho y maravillado por la dictadura del destino.

Casa de la Libertad. Salón donde se firmó la independencia boliviana.

Una ciudad que te deja sin aliento

No será por belleza arquitectónica. Ni por su oferta cultural. Mucho menos por su seguridad o su limpieza. No tengo ni idea del porqué, pero La Paz se me antoja como la ciudad más fascinante de las muchas maravillosas urbes que he visitado.

No hay que dejarse llevar por voces de alarma que la presentan como una de las ciudades más peligrosas del continente. Cierto que algunos han sido transportados por falsos taxistas que en realidad eran secuestradores. Que es tan fácil comprarse un disfraz de policía y que por la ciudad pululan ficticios agentes que te llevan a inexistentes comisarías.

No es falso que el caos de los pequeños autobuses se presta para la actividad de los hábiles carteristas.

Sin embargo, la ciudad de los 4.000 metros de altitud no se come a nadie si uno camina con un poco de precaución.

Sí te puede devorar la inmensidad de sus montañas coloreadas del rojo de los millares de casas. Durante el día parecen hormigas sobre una duna. Durante la noche, las estrellas de la vía láctea. 

Sus calzadas no entienden de carriles ni de semáforos. Sus aceras son puntos de venta de cualquier cosa que una persona pueda precisar: ropa, enchufes, tuberías, bebés de llama muertos… No existen los supermercados. Los restaurantes son escasos o poco competitivos frente a las cocineras de platos de arroz, carne o pescado, que improvisan una mesa a la que cuatro desconocidos pueden almorzar juntos.

Será porque La Paz ha sobrevivido a la conquista primero, y a la globalización después. Será porque mira al resto del mundo desde arriba, sin necesidad de ponerse de puntillas. Sea por lo que sea, La Paz es única.

La Paz

Hola y hasta pronto

Aterrizar en una dormida habitación  a las doce de la noche. Despertar a un viajero que te atraviesa con su mirada furibunda. Volver a ver esos ojos por última vez doce día después, emocionados por una despedida tras haber compartido dos países, cinco ciudades, una noche a -15 grados y un paseo veraniego de domingo entre cartas de Bolívar.

Descansar cuando tu cabeza explota por haber paseado a casi 5.000 metros de altitud. Dos hermanas francesas entran en tu habitación y te despiertan de tu letargo. Tardarán menos en convertirse en piezas claves de tu puzzle que en explicarte que en realidad son chilenas. Dos terremotos, tres canciones y un abrazo final que no eres capaz de dar.

Una pregunta durante un desayuno. Más bien parecían los entrantes: de primero tuvimos un mercado en El Alto de La Paz; de segundo nos jugamos la vida sobre dos ruedas en la Carretera de la Muerte; cruzamos la meta en el postre de una ciudad tropical en fiestas. ¿De verdad nuestra comida duró tan solo 72 horas?

Corazón de hielo

Pasan los días… Las semanas… No sé cuando han pasado, pero lo cierto es que se han ido casi cuatro meses.

Mi familia en Cochabamba

Ciudades donde te separas de amigos. Estaciones donde abrazas tímidamente a una persona esperando no estallar ante sus ojos. Puertas de hostales que se cierran regalándote la última instantánea de esa sonrisa que te ha dado calor  los últimos días. Mochilas que te han ofrecido protección durante kilómetros y kilómetros y doblan una esquina en dirección opuesta a la tuya. Raíces que se enfrentan con tu necesidad de seguir adelante.

Carlita y Brian

Parece que ya se haya convertido en algo normal. Como si el corazón se hubiera congelado para protegerse de tanta despedida. Como si ya no sintiera. O eso temo que pienses, porque te digo adiós sin lágrimas en los ojos. Para luego llorar en cuanto me subo al próximo autobús. No es vergüenza, no es que no quiera dejarte ver mis ojos humedecidos. Es que no me sale…

No te puedes habituar porque cada dolor es diferente. Como son diversas las personas. Como son nuevos cada uno de los días que vivimos. Esta vez no será más fácil, será nuevo. Pero hay que seguir.

Pachi Tatai Ernesto, Pachi Mamai Sabina. Pachi Turai Bryan. Pachi Ñañakunai Carlitawan, Carlawan, Karinawan, Caterinewan. Qankuna ayllui noqaqpata kankichis. Cochabambapi noqaqpata ayllu kapuwan. Noqa munakuni qankunata.

Tinkunanchis kama.

No llores porque acabó. Sonríe porque sucedió.

Ahora todo encaja

El Mundo está lleno de lugares hermosos. Accidentes geográficos indescriptibles… Creaciones de la Pachamama que ningún sobrenatural escultor sería capaz ni siquiera de imaginar.

Ningún punto terrestre supera, no obstante, la belleza de una persona que quiere.

Llegué a Bolivia cruzando el más enorme y surrealista salar del Universo. Ninguna estatrosférica masa salada superará la grandeza del recuerdo de mi amigo Jack, que me acompañó durante 11 días de Viaje.

Bajé a las profundidades de la Tierra en la mina más rica de la historia humana. Decir que Potosí es precioso sería casi ofensivo. Pero sus 10.000 almas humanas sí lo son. Nadie se puede comparar en bondad y valor a esos hombres pintados de negro.

Pedaleé al borde del abismo a lo largo de 40 kilómetros de paisajes irrepetibles. Los ojos no pueden apreciar esa majestuosidad. Pero lo que yo más admiro es tu valor al acompañarme, Adriana.

Me despedí de este maravilloso país en Cochabamba. Me empapé en la lengua quechua y la cultura inca. No podía imaginar que lo que me iba a inundar era el amor de una familia y, en especial, de dos niños. Mi Viaje no tendría ningún valor si ustedes dos, Bryan, Karlita, no formaran parte de él.

Mi Vida en sí ya no lo tendría.

Bolivia, nos volveremos a ver.